miércoles, 8 de julio de 2009

Novela breve ALMIRANTE DE SAL

Almirante de sal

(accesit primer premio novela breve Katharsis)





Jorge Goyeneche







Dedicada a Juan Bautista Duizeide que ama por igual el mar y los libros






Su abuelo le contaba historias de los papas. En la época en que nadie se alejaba más allá del sonido del campanario, él, un niño aún, era llevado en largas caminatas por la costa y se acostumbraba así a la visión del mar y la distancia. El viejo Juan Fontanarrosa vio de niño al Papa del Mar que al llegar trajo alegría y al irse dio paso a la peste. Por los acantilados, frente a las aguas, el niñito señala el mundo líquido. Él está sobre los hombros del abuelo y el viento creciente le flamea los cabellos. La tormenta moviliza los bosques a sus espaldas y se arremolinan sales, tierras y hojas. La lluvia se precipita sobre ambos, como un alud de plumas. El viejo y el niño aún siguen siendo un solo ser con dos piernitas y dos bracitos extras a la altura de los hombros curtidos. El abuelo, entre preocupado y divertido, galopa con su nieto en ancas buscando refugio en una especie de gruta.
El dieciséis de mayo de 1405, en una pequeña y lucida escuadra naval llegó Benedicto XIII, el Papa Luna, el Papa del Mar. Aviñón y sus cardenales le dieron una cabeza al monstruo, la otra procedía de Roma y se llamaba, por entonces, Inocencio VII. Este último era napolitano y el otro aragonés, dos enormes lejanías; pero el papa de Aviñón vino por mar, y eso le daba un aire de heroicidad y aventura épicas que granjeó la simpatía del abuelo. La descripción de las naves, la fiesta en las calles, la bendición del pontífice y las intimidades y comentarios acerca de su estadía en la ciudad fueron combinando el tapiz de la historia que el viejo refirió al niño durante la tormenta, frente al golfo de Génova.
Fue tan vívido el relato de las intrigas papales, la maravillosa huida del aragonés la noche del once de marzo de 1403, escapando del palacio aviñonense por una puerta secreta disfrazado de cartujo con el hábito que, dicen, le facilitó el hermano de san Vicente Ferrer… Se embarcó luego en una nave que lo aguardaba en el Ródano y se dirigió a Chateau-Renard en la Provenza que estaba bajo la soberanía de Luis de Anjou, un buen amigo suyo. De allí a Marsella, luego a Niza, después a Mónaco y Savona, con la intención de caerle sobre las barbas al excomulgado de Roma.
Para completar la maravilla del relato no era necesario referir que al Papa, más que sus enemigos, lo espantó la peste que casi deja sin abuelo al niño.
El pequeño, todo orejas para la historia, era solamente ojos para el mar y la tormenta. Veía, con la nitidez que sólo da la imaginación, el grupo de pequeñas naves que llevaran al de la luna, flotando sobre las aguas, venido del horizonte donde el mar se levanta en cielo.
Dos papas, intrigas, pestes, embarcaciones y fugas, todo oído en la costa, lejos-lejos de casa, rodeado de lluvia y viento fue tan fuerte para la mente del nieto de siete años que se le quedó fijado como un relieve.

Desde su ventana se veía el mar. El mar como cielo al que se podría ascender sin esfuerzo en la quebrada lejanía del mundo y el campovisual, el mar como sábana de Holanda para cubrirse del fresco, el mar como llanura donde correr, como acantilado al que asomarse, como serruchos por los cuales fatigarse noblemente. Con los ojos cerrados se veía el mar. Se hacía lluvia de setiembre, brisa del sudoeste. Aparecía robusto en las caras curtidas de sol y pesca. En todo se metía. Su espíritu, la sal, mantenía la carne de los animales en las alacenas umbrías de la casa. Bajo la uñas y sobre la lengua, en el enrojecimiento de los ojos y la gota de transpiración que se encausa por la ceja, se precipita por el costado de la nariz y baña las orillas de la boca de aquellos que se fatigaban con los remos, con los cestos de peces, o aquellas que frotaban la ropa en los riachos o entre las piedras había sal, hija del mar, ánima de la tierra, de los astros descendiente, petrificación del sol.
El mar era el motor. Desde su ventana lo miraba hasta empalagarse. Todos los ruidos provenían de él. El viento era su mensajero, la avanzadilla de su ejército que a veces traía paz o bien arrasaba con venganza embrutecida. El viento y la sal se metían con todo. El mar los enviaba a roer los sueños, dignificar los trabajos, robustecer los cuerpos, arruinar los sembrados de quienes se olvidaban de su majestad.
Estaba en todas partes y en todo instante, como Dios.
La música de los juglares y el canto de los enamorados fue hecho de él y por él.
En la noche, despierto y solo en la casa dormida, el mar le susurraba silbidos y le contaba historias. Mientras sus padres agotados de faenas prolongaban los quehaceres entretejiendo sueños, él miraba a oscuras por su ventana la infinidad de estrellas con su infinidad de mellizas más cercanas y sugerentes que parpadeaban o bailoteaban sobre la superficie de las aguas como si aún Jehová no las hubiera separado de los cielos.
Si el mar era un dios, el abuelo contador de historias era su profeta.
Después de aquella tormenta en la playa, su visión del mar diurno y nocturno, airado o melifluo, quedó impregnada de la historia del papa navegante. Si brillaba poderosa la luna sobre las olas, él recordaba al Papa Luna; si la oscuridad tormentosa o el día pleno vaciaban de reflejos su superficie, él recordaba al Papa del Mar; todo barco que surgiera desde la invisibilidad del horizonte hasta el contacto del puerto era de la flota del aragonés fantástico que huyera con su hábito de cartujo de los palacios que ocultan las aguas. Su ventana era su vida y su idea sola. Y desde su ventana se veía el mar.
Toda caminata se refería a él porque consistía en darle la espalda al viento, presentir su cercanía en la cara, verlo de soslayo tal como si quisiera disimularle su dependencia. Hacia el sur mejoraban las aguas tentando su incipiente adolescencia con las delicias del baño sin tutela. Entre unas matas dejó la ropa, único testigo, y se adentró en una sensación de caricia fresca y sensual. Como si lo miraran las jovencitas enamoradizas del pueblo y lo envidiaran por su arrojo los compañeros de juegos, se arriesgó más allá de lo usual. Era un nadador experto, o al menos eso creía. El agua lo iba amasando y moldeando entre sus palmas, la costa se bamboleaba como una barca enorme y verde, completaba el sol los mimos del agua. Con el pecho hacia abajo se sentía soñar en la madrugada; vuelta la cara al cielo ensueño continuaba con placidez de domingo. Y el mar que había sido toda su vida se convirtió violentamente en muerte. La pierna derecha se hizo haz de nervios anudados, el dolor le hizo desesperar y medio mar se le metió en la boca, la garganta, los pulmones y el corazón batiente. Por unos segundos pensó en su madre buena, su padre trabajador y el abuelo contados de historia con el dolor de irse de sus lados sin la oportunidad de una nueva narración o un renovado beneficio. El mar que lo había sostenido en sus palmas, lo retorció como ropa sucia, le enredó los miembros y anuló todo sentido. La muerte se había vestido de agua y sal. La muerte le anudaba los dedos, picaba sus ojos. El cielo, más que nunca, se llenaba de mar, se fundía con él, intercambiaban lugares. De pronto lanzó una larga bocanada de agua y aire, cesó el calambre y logró recuperar la horizontal. Con más temor encima que agua, con la muerte acechándolo desde alguna gota cercana, llegó a la costa, a media milla de la ropa. Se tendió en la soledad a plena desnudez y fatiga. El mar seguía allí, como si nada. La impresionante situación vivida se transmutó inmediatamente en maravilla, duplicando la atracción que las aguas del Mediterráneo le ocasionaban como fuente de fantasía vital con la reciente demostración de ser también origen de muerte igualadora. De las aguas –pensó- surgía el universo mundo; la sal que conserva y quema, la espuma que despliega el vuelo y se emparienta con el reino de las alas, el placer, las estrellas, una barca lejana montada por el sucesor de Pedro; el mar seguramente sería hijo del mar; la aventura y la muerte y el terror y la risa. Una gran copa, un cáliz sagrado, donde un líquido se transustancia en sangre del mundo, da peces a los hombres, trabajos y fatigas llenos de purificación, verduras y arenas. El mar era el envase de la fantasía y la realidad, de todo lo visible e invisible. El mar para el joven era el dios, un dios azul, tangible, transparente, inmenso; un dios con ritos atractivos respetado desde tiempos sin memoria. El mar, anterior al fuego, fue el primer lar del hombre.
También en los muertos reinaba la sal. Su abuelo se fue y sus huesos se arenaron como costas que vería en el futuro, sus relatos le quedaron prendiditos como el ir y venir de las mareas, su voz le susurraba por las noches entre las hendijas de la ventana. Echado de espaldas, desnudo en la costa, repuesto apenas de las fatigas y el ahogo, recordó hechos que aún no habían ocurrido, sucesos que vendrían, anchas caras que traerá el mar desde el infierno, extraños cuerpos, cañas exóticas, plantas ultramarinas que verá en la isla de Porto Santo, dueña de los vinos, bananas y almendras.
Sus ojos adquirieron un gris celeste que filtraba toda visión y peripecia. Cuando encontró el arbusto que escondía Europa ya era de noche. El horizonte se había acercado tanto que el poco mar visible se hizo más familiar y propio. Pequeño pero concentrando toda la vida y toda la idea de muerte. La civilización flotaba desde su prehistoria sobre la flor del agua para forjarle el ánimo, los deseos y la pertenencia.
Apretado de frío, había trotado sin dejar de mirarlo la media milla que lo separaba de su abrigo. En la oscuridad, a tientas, había encontrado milagrosamente su ropa, pero ya el ejercicio dejaba atrás el frío dando paso al hambre. No quería regresar a su casa, no quería abandonar su fuente de vida y muerte, y con unas ramas tejió una burda canastilla que le sirvió de mediomundo. Con el agua a la cintura, inmerso en la noche y el mar tan restringido y encimado como un cuarto iluminado por una sola vela, echó y arrastró la redecilla ycomo quien saca entre mil números el billete ganador, obtuvo un pez de la magnificencia del océano. Lo asó, se hartó.
La placidez del triunfo, la fortaleza de verse independiente, lo fueron sedando y se adormeció. Al filo de la noche, el mar que todo lo daba, hizo surgirle una Venus de la negrura; una mujer, una isla, que yació bajo el joven.
Desde entonces, en toda su cabeza, no hubo más que sal.

Era una nube con forma de hada que surgió en sácielo disimulándose en las sombras. La oscuridad y el viento la fueron acercando y sus brazos se estiraron hacia él en pos de un abrazo o invitándolo a la danza. Él, bocarriba en la playa, desnudo, fatigado yvolviendo de la muerte, solamente podía pensar en el amor, qué otra cosa podía ocurrírsele a un adolescente en esas circunstancias. La nube se adhirió a su vista, untuosa, excitante, morena. La nube cobraría carnadura años más tarde, tal vez demasiados años, surgiendo del río del Paraíso, piel cobriza, muslos firmes, edad temprana cabalgando en una islita de hojas, ramas, flores, animales como la Afrodita del esperma divino surgiendo de la espuma. La nube se tornó lanzas de un ejército umbrío casi bruno, penoso; luego volvióse arboleda y matorral para esconderse más de los pobrecitos vecinos del pueblo; inmediatamente se hizo racimo de uvas negras, fuente de higos, ciruelas, castañas que cayeron, inmersas en la oscuridad sobre la línea del agua convirtiéndose en galeón portador de riquezas, nao ubérrima, galera de mil remos. Sobre la barca venida quizá de las islas exóticas de la especiería surgió nuevamente la niña de las sombras, el hada capitana, la hija de la espuma. El galeón a toda vela surcó agua y arenas hasta postrarse a sus pies. La mujer del aire danzó en torno de él desgajándose, develándose a su alrededor, meciéndose como un bajel en la serenidad del Mediterráneo se fue deslizando bajo su cuerpo, entre sus músculos, junto a sus incipientes vellos, de las orejas detrás, entre los labios, casi bajo la piel. Lo enredó con sus jirones de nube, lio sus miembros con hilos de arriba, estremeció su sexo, le hizo descubrir la imperiosa necesidad de caricias besos mieles, volviese la mujer nube y la nube adquirió forma de isla dándose a la mar hacia el poniente. El amanecer le brilló en las espaldas desnudas y le permitió ver, a lo lejos, en el fondo del mundo, los velos postreros del aire de la ínsula amada.

Su padre, a los once años, fue colocado como aprendiz de tejedor de paños en casa de Guillermo de Bravante. Él no quería repetir la historia. Respetaba a su apesadumbrado padre, pero toda su voluntad y su ambición miraban al mar. El puerto de Génova ardía de barcos mágicos de los que surgían maravillas, seres exóticos hablando jergas extrañas, barriles, pipas, sacos repletos de fantasías concretas, tangibles, vendibles.
En la placidez del hogar no hallaría escalas para crecer. Su padre había demorado más de diez años en convertirse de aprendiz en maestro para perpetuar el anonimato y el hambre con mayor dosis de frustración, desesperanza y menos expectativas y fuerzas. El agua, en cambio, estaba repleta de posibilidades. Y en el fondo de sí mismo, como fundamento y piedra basal de toda su estructura de deseos viajeros y gloriosos, estaba la nube con forma de isla en la que moraba la mujer que lo encontró desnudo y recién resucitado en la playa. La mujer, morena, de miel, con tersura de racimo húmedo que lo envolvió en su aire y lo invitó a seguirla por las ondas del agua hacia el paraíso terrenal.
Él era alto, los ojos garzos, el pelo rubio, la nariz aguileña, como su padre. Era, como su padre, alto y rubio, la nariz aguileña y los ojos garzos. Predominaba en él la reserva y sobriedad de don Juan. Era el retrato de su progenitor y podía pasar, con más canas y el cuerpo algo cargado de espladas, por hermano menor. Una repetición física del otro, un temperamento similar, pero una experiencia radicalmente distinta. Los padecimientos (penurias económicas, reiteradas humillaciones, fatiga de años de trabajos inútiles) acrecentaron en él su deseo de escapar del tejido, la lana, la seda, la taberna y el queso. Apenas niño intuyó la necesidad de irse y su padre quizá vislumbrando la posibilidad de la venganza con el destino propio, aceptó para el hijo el riesgo que él mismo no se animó a correr cuando tuvo su edad. Dejó que el muchacho diera la espalda al pobre oficio paterno y probara mejor suerte como aprendiz de marino.
En los barcos, mientras fatigaba el cuerpo como paje, su mente despierta asimilaba con fruición cada pequeño dato: una orden del segundo al vigía, era comida que aunque infrecuente para el muchacho le alegraba el paladar y estimulaba su apetito intelectual. Con voracidad, con descontrol aparente se bebía un oportuno movimiento de velas para aprovechar al máximo el viento, aprendía cómo morigerar los impulsos de los marinos, cuándo era conveniente gritar y cuándo proceder con demagogia repartiendo doble ración de vino, cebolla y pan. Sus ojos copiaban miradas, ya fieras, ya astutas; los tonos de mando y sus modulaciones; el nombre y posición de las estrellas. Aprendió a doblegar a sus coetáneos, apenas destacables por su obsecuencia y temor. Su apetito intelectual lo llevó al robo o secuestro temporario de libros, cartas, artefactos del capitán o sus ayudantes. Debía aprender a utilizarlos luego, por ahora bastábale con tenerlos, sobarlos, gastarlos con la mirada. Esos colores, las palabras inentendibles, las dificultades en la comprensión y el manejo de esos elementos más que rendirlo le provocaron un ardor de estómago y una vibración nerviosa incontrolables: debía dominarlos; no quería ser un especialista en latín, solamente destripar la lengua para mirar en su interior; tampoco convertirse en astrólogo sino develar el mecanismo de las constelaciones y su relación con altitudes complementando su saber con el manejo indispensable, y no más, de la brújula, esa aguja tonta que giraba en un pivote sobre la rosa de los vientos que ni los otros pajes, ni siquiera los grumetes comprendían o querían comprender como él. La cuerda larga con nudos, los agujeros de los portolani, no mantuvieron sus secretos en forma prolongada para el muchacho.
Y a la par, el delirio de gloria y los sueños de cumplir su vocación se iban acrecentando paralelos con la adquisición no de sabiduría sino conocimientos prácticos y el amor por los mares y el horizonte que se adherían a sus pupilas y coloreaban sus ojos garzos con las tonalidades del agua verde, con las aguas grises de las rocas.
De las estrellas aprendió las posiciones para guiarse sin necesidad de ver las costas; del latín, una intelección macarrónica que lo habilitara no para el goce virgiliano sino para descifrar libros de viajes y geografías, ensoñaciones y presagios antiguos, mensajes de hombres que creyeron ver, vieron o escucharon hablar acerca de islas hundidas, aparecidas, maravillosas. Qué le importan los mil nombres de las velas, cuerdas, vergas (que de todas formas aprenderá a su tiempo) si es capaz, con mucho menos, de conducir una carraca a buen puerto con carga valiosa sorteando monstruos, miedos, vientos y corsarios. Del mundo circundante, de todo lo que lo rodea: hombres, objetos, elementos, sabidurías, técnicas; le basta con algo de cada uno, algo no más, algo pero preciso, lo que le cae bien para alguna vez que no es todavía. Una caótica recolección de piezas extrañas y dispares que en su momento justo se compaginarán, conformarán un equipo sólido, un conjunto sin grietas que le brindará lo que él, a tientas pero con convicción férrea, está reuniendo. Pareciera que mientras los demás oyen a oscuras los golpes sin música, él ya va reuniendo notas dispersas en base a una melodía inaudible aún, que ya resonará.
La vida sale del mar, y él sabe –ya se ha dicho- que la suya propia surgirá de allí, por eso la melodía futura tiene algo de la sinfonía de las olas, los chasquidos de la costa, el viento, el crujir de las maderas.
La vida de sus padres es un entretejer de hilos, un telar de desdichas que él ha visto y sufrido o que le han contado y sufrido. La cárcel de Juan es peor que la propia. Y si es injusta, doblemente. También provocárosle sufrimientos las privaciones, los sometimientos. Cómo se puede soportar ver al zapatero ocupando parte de la casa, por un mendrugo de paga. Peor aún considerando que ese subalquiler proporcionaría simplemente víveres para los hijos, los niños; y él es uno de ellos, pero aunque roe su pan reniega del sabor. No por soberbia, sino por la injusticia. No por jactancia; por ver sufrir el corazón de su padre inútilmente. No, de ninguna manera. No. A él no lo enredarán las madejas, no se verá atado a husos y telares. Prefiere ahogarse en pos de un buen pasar para su familia; una revancha no solamente de dinero sino de buen nombre, gloria, respeto. Y si para eso es necesario entregarse al mar, lo hará gustoso.
En cubierta el viento frío no lo despierta, el subibaja de las olas no lo mueve, no logra el mundo exterior infiltrársele más allá de una piel que se agallina, unos vellos que se yerguen y el acortinamiento del pelo sobre la cara. Él sigue oponiéndole al agua de estribor el mármol, y la piedra tallada al viento frío. Pero por dentro la estatua arde, tirita, se calcina por efecto de la lectura. Él, en cubierta, lee con desesperación aunque inconmovible para su contexto, devora desenfrenado. Está metido en Los viajes de Marco Polo como un ahogado (una piedra de molino en el cuello lo mantiene hundido, la cara y la carne blancas imperturbables, los ojos desorbitados). Él y su hermano salen de Constantinopla a recorrer el mundo, se presentan ante el gran Khan, van a Armenia, Kogni, Sevasta, él y su hermano están junto al arca de Noé, se deslumbran con los hábitos de los tártaros, los dioses, las armas, los jueces, ¡el palacio del gran Khan!, el vino del Cathay, la piedra negra combustible, la isla de Ceilán.
Él, encubierta, es insensible al frío, el movimiento y la noche. Él, solamente es sensible a la historia de Marco Polo que en su imaginación –más todavía: en su decisión- se va haciendo su propia historia: es él y su hermano, no los Polo, quienes recorren islas extrañas, conquistando, penando, con astucias y habilidades, con asombro frente a las costumbres exóticas. Él lee y tras los signos se ve a sí mismo en su carraca recorriendo los mares, escribiendo su diario para un futuro viajero, adquiriendo la gloria, el honor, el nombre, la fama. Él es el admirado, el recibido por los Reyes; es él el invitado a la mesa de los poderosos. Es él el vengador de su padre, las privaciones, el trabajo para nada, la cárcel por deudas, la casa compartida por ínfimas monedas. Él es Marco Polo.
Sus padres tenían la tristeza de la tierra, estaba la melancolía enraizada y su enterramiento le impedía desaparecer. El viento, por feroz que fuera, sólo la mecía, la destacaba, derramábale los frutos alrededor. Sus ramas se doblaban sobre sí mismas, refocilándose en la propia grisura. Y él veía el mar. A qué quedarse en esa piedra dura e insensible, que no siente, inmerso en los tejidos que repiten el dibujo del dolor. La memoria está impedida de moverse, atada, mordida, cincelada al relieve de sus dos o tres pesares reiterados hasta la locura. Aquí los vientos son siempre iguales, previsibles, en tierra no hay naufragios ni islas ni rubíes. En tierra la rutina mueve su pesada rueda de molino por encima de quienes se quedan a su vera. Las mismas nubes, un cielo repetido, y qué se puede esperar de un joven que levanta los ojos y ve siempre las mismas estrellas en los mismos lugares durante repetidas épocas de un año siempre igual.
Nada se puede aprender en Génova de espaldas al mar, desoyendo la voces del puerto y tapándose las narices para evitar el insidioso aroma del pescado, mirando a los montes cuando se despliegan bandera y mercaderías en palos y cubiertas.
En cambio Marco Polo bebió la alegría del agua, el viaje, la sorpresa. Desde los nueve años, cuando su madre murió, a los quince, fue huérfano –él lo es de cariño-, pero a esa edad su padre Nicolás y su tío Maffeo volvieron de Oriente y lo encontraron y lo llevaron a través de los océanos, desiertos, montañas y lenguas hasta los palacios del Rey de Reyes, el gran Khan.
Mientras sus padres se sepultaban progresivamente en la tierra genovesa y adquirían el color ceniciento de los muertos, mientras ellos doblaban su espalda y su humor sobre el polvo, repitiendo la ceguera dolorosa de la reiteración, él solo, siempre solo, observaba el mar, el misterio del agua sin fondo visible, los árboles-barcos que mudaban su sede sin más raíces que el timón y los infinitos vientos de mil caras. Él, solo, mientras la madre tejía y el padre penaba por deudas, miraba las cubiertas donde hombres alegres, cantarines danzaban su dicha de dejar los malos puertos en pos de mejores donde trocar perlas por lienzos, sal por drogas, algún espejo dorado por una mujer sensual sumisa conocedora de técnicas amatorias de delirio. Cómo quedarse encerrado entre esos montes junto a un padre olvidado de él, un abuelo muy querido y ya muerto, una madre que solamente le dio el ser, un par de retos, algunas recomendaciones inaceptables y nunca un gesto efectivo de amor, un movimiento afectuoso, algún ocio en beneficio de él. Allí no tiene nada. Marco Polo había tenido madre poco tiempo, él, nunca. Al veneciano su padre lo había llevado en un viaje de juegos.
En el libro encuentra consuelo a su tristeza de la tierra. Quizás en el futuro cuando mire hacia atrás buscando algún momento de dicha simplemente recuerde esas tardes sumergido en el relato del viajero. Sin amor, sin un afecto tangible, su mirada volvía, al zozobrar, a esas páginas donde se describe el palacio del Khan (que él soñará hallar al pie del Paraíso), perlas, rubíes como huevos, oro, oro, oro para inundar a los acreedores de su padre, al triste de su padre, a la olvidadiza de su madre. Paños urdidos con plata para tapar los rostros grises. Bilis de víbora dientuda de la provincia de Karazan, con veinticinco gramos disueltos en vino se cura la rabia por mordedura de un perro: millones de toneles de bilis para curar a toda la familia, a todo un pueblo de mordidos y enrabiados gruñidores de tierra. Se construirá, a su regreso, una mansión como hicieran los irreconocibles Polo después de diecisiete años en la lejanía, una residencia parecida a la del rey Facfur: un terreno de diez millas de circuito encerrado entre altas murallas; columnas, pilares, sostienen un techo ricamente adornado con el más hermoso color azul y oro, las paredes ornamentadas con exquisitas pinturas en donde celebraría para diez o quince mil personas, fiestas de dos semanas. Llegaría él, andrajoso y más hediondo y sucio e indecente que los hechiceros Tebeth y Kesmir, barbudo, greñudo, hablador de una jerga dura incomprensible contaminada de lenguas distantes rudas amenazadoras, los ojos bailando, las manos portando frutas asombrosas, pájaros terribles, acompañado de cien mujeres desnudas venidas de la isla de Zanzíbar, boca grande, la nariz gruesa vuelta hacia la frente, las orejas grandes y los ojos grandes, sus manos y también su cabeza son grandes y fuera de proporción, sus senos repulsivos son cuatro veces mayores que los de las demás mujeres, ¡las más feas del mundo! y a un sonido que recorriera toda la ciudad, cuando el espectáculo ya hiciera empalidecer a los invitados, las cien hembras horribles se trocarían por cien hermosuras traídas de la provincia del Timochain portando rubíes, turquesas, perlas, colmillos, balass, guirnaldas de lana del templo de San Barsamo, en Tauris, buenas para los dolores reumáticos, muselinas de Mosul, caledonia y jaspe, papel negro de morera, ébano, vino curador de enfermedades de pulmón y bazo, nueces del tamaño de una cabeza humana, rubíes de Ceilán, plantas tintóreas, vino de arroz, drogas aromáticas que embriaguen de dicha a los presentes hasta el paroxismo, y en ese momento él –como hiciera Marco- cambiará sus trapos burdos por rico traje de caballero, cuajado de joyas y con ademanes refinados y dulces dejará estupefactos de admiración a los invitados que desparramarán por toda Génova y por toda Europa su nombre, incrementarán su fama y honor por encima de todos los reyes, papas, héroes.
Cuando fuera un anciano como su abuelo, dentro de unos cincuenta años, le preguntarían se nunca había sido feliz. ¿Por qué siempre el gesto no amargado pero resignado de dolor; es que jamás habrá sentido la delicia de la dicha, la alegría sensual de un instante para él solo? Y quien le pregunte esperará la respuesta hiperbólica de un ser gigante, creerá –mientras el otro, es decir él, recorre sus fibras en busca del pasado-, creerá que el gran hombre famoso trae de su memoria un hecho magnífico, enorme: pero él, anciano entonces como ahora lo es su abuelo Fontanarrosa, recordará algo pequeñito, un recuerdo meñique: andar descalzo.
Sus pies, esa frontera del cuerpo. Sintiendo por primera vez el sobrecogedor frío del mar que cala entre los dedos metiendo delicadas lenguas de hielo en esas penínsulas coronadas de rocas; las uñas lambidas de sal, limpiadas, lijadas. Los dos pies soportando la estructura y los dolores de todo el arriba, y entregados a la sensualidad liberadora del agua entrometida que quiere penetrarlo suavemente. Luego la sucesión y los pies descalzos durante tiempos y sitios: la plana mullida sobre arena húmeda, el arco enhiesto por ríos helados, encrespados los dedos, a punto de eyectarse del pie; él ya había gozado y aprendido la tersura del líquido frío que baja entre pedruzcos de las montañas, la dulzura independiente de los pies sosteniendo al resto del cuerpo inmerso en la natación ya plácida, ya desesperada del golfo natal; sentirá los pies en la piedra, el polvo, la madera húmeda o ardiente u oleosa de cubierta. Los pies experimentando la frontera de las sensaciones. ¿Cuántas tierras, arenas, aguas dulces o muertas o infestas o amargas, cuánta piedra ardiente, pastos, yuyos, hierbas juntos, barros, cuánta pez, paños, uvas, cabezas, cuántos pies de mujeres cuánto cuello enemigo habrán gozado los pies del veneciano? ¿Cómo serán las aguas del Mar Caspio, el mar de la India, del Zipangu, los ríos del Catia; cómo se sentirá en las plantas la piedra y el ladrillo que pavimentan los caminos de Manji, o la arena y la roca del desierto de Gobi plagado de sirenas de la muerte, y el mármol del palacio del gran Khan, o la alfombra entramada de hilos de oro de los dormitorios de sus concubinas y mujeres? ¿cómo arderá en cada uno de los diez dedos la sangre de los enemigos aplastados por elefantes ebrios o por los asnos gigantes de Persia? De cada rincón del extraño mundo quiere saber más que Polo, no le basta aprender que son idólatras, tienen su propia lengua y pagan tributo al Rey de Reyes; él quiere pisar con cada uno de sus dedos desnudos y hurgar con ellos levemente bajo las arenas como con diez almejas o diez gusanos. Quiere, literalmente, hollar la tierra.
Todo su cuerpo se inclinaba sediento hacia el mar, con unos diez dedos descalzos que nadaban en la orilla (el gordo es una arrugada tortuga de agua que se protege del sol y las inclemencias bajo una lámina impermeable y dura; el chiquito se asoma con picardía de benjamín mientras los tres grandes avanzan con temeridad). El pelo se erguía como una vela cuadrada bebiéndose todo el viento mientras el corazón galopaba un paso acá y el otro en el horizonte. Todo el cuerpo se le va por los ojos lejos de la costa en pos de una gloria que solamente se encuentra entre peligros, zozobras y animales extraños. Aquí pesa sobre él la ignorancia de sus vecinos, el desamor de una madre dispuesta a decirle a los cuatro puntos cardinales cuánto lo quiere (al sur, al norte, al este, al oeste, mas no a él), la historia triste y sin relieves del padre, un futuro en leve planicie por donde dejarse deslizar hasta quedar echado de espaldas con los brazos sobre el pecho y polvo en los ojos y la boca.
La tierra es alimento de la vejez, su estómago requiere nubes y sal pero en Génova, mirando los Apeninos, se escapan las caricias; tal vez lejos del golfo otros dedos desnudos entrelacen en la noche ajenos sentimientos a los propios calentando el fondo de la cama, darían así un punto de apoyo al resto del cuerpo. Quizás el hada de la nube lo espere allende para pasarle la mano por la cabeza y apoyarle sus turgencias morenas sobre esa piel quejumbrosa de soledades y miedos. Quizás no espero viajes y el ansia de gloria encubre simplemente la imperiosa necesidad del reconocimiento, la felicitación, el beso, la palmada de sus padres y vecinos, del hada de la nube, de toda la humanidad.
Sea como fuere, debe irse. El tiempo es propicio. Soplan vientos amables. Es imprescindible subir a cubierta. Ningún papá Nicola Polo vendrá de oriente a salvar al huérfano; su pobre Juan tiene listas las lanas para enredarlo en una trama repetida, su tío no es Maffeo para llevarlo con el Khan sino Antonio un honorable tabernero y fabricante de quesos que lo pondrá a orearse y alcanzar sazón a la sombra de un cuarto seco y sin ventanas. Como sea, con las uñas, suplicando, a cuchilladas, subirá a una galera. Sin las facilidades del parentesco pues ninguno de los suyos se ha alejado de la costa más allá de un refresco a la sirga. Tres viajecillos hizo como paje por aguas cercanas. Incentivárosle el ardor y el apetito de mayores honduras y distancias. Ya es hora de aprender marinería y hacer pininos en aquello de alcanzar a la morena construida con pompones de aire que lo espera con los pies desnudos y los dientes al sol.
Nada se le hace fácil. Y él, por supuesto, eleva su queja al cielo y a los circunstantes con esa cara de dolor sobrehumano; al veneciano afortunado, en cambio, todo servido en cáliz de oro y manteles de Damasco.
Siempre con dolor todo padecer contra marea y vientos repechando cuestas escarpadas y gestos hostiles enemigos centenares maderas abrumadas eternamente pesada carga y doblemente esfuerzo; pero él es totalmente voluntad y convicción de su destino, sus dudas son sólo de la boca para afuera como lamento para hacerse oír y atender, no hay fisuras durables en su visión de metas gloriosas.
Él, contra todos los que rayen, incluido él mismo como enemigo propio por la mala disposición que hace surgir en quienes lo tratan. No sabe pedir, ya suplica miserable o increpa/ exige altanero. La sonrisa la tiene a destiempo, la voluntad inquebrantable.
Ya desde su abuelo paterno viene la torpeza sin honores: Domingo fue colocado como aprendiz de tejedor en 1429. Juan, el bisabuelo, promete y acuerda solemnemente con Guillermo de Bravante, de Alemania (es decir, un tejedor flamenco), que su hijo Doménico permanecerá como aprendiz y pupilo, famulo et discipullo, en casa de dicho Guglielmo por seis años. Mientras él aprende a manejar las cuerdas de aquí para allá en la costa genovesa en barcos de vela, los primos, hijos del tío Antonio, repiten la historia familiar: Juan es colocado como aprendiz de sastre en la tienda de Antonio de Planis el cuatro de junio de 1460. Domingo, su padre, sale como testigo y fiador de su hermano ante el notario Juan Valdettaro que extiende el documento; Mateo entra como aprendiz de tienda con Tomás Levagio, texitori panorum septe; igual suerte corre el primo Amigesto como aprendiz en la tienda de Leonardo Varazino, Tomás en la misma tienda con el mismo maestro y Benedicto por el mismo rumbo. Hasta su hermano Jacobo es alcanzado por el dardo repetido del artesanado y espontáneamente se ubica como sirviente y aprendiz con Luchino Cadamartori, por veintidós meses para aprender el arte de tejedor de paños. Una familia marcada por las cuerdas y las sedas.
¿Y qué ganancias se obtuvieron de esa reiteración de puntos, qué reconocimiento, buen pasar y alegrías? Habitaron en una casa alquilada en la via Olivilla, perteneciente a los bondadosos monjes de San Esteban. El padre harto de privaciones emprende caminos varios, equivocados todos por no soltar amarras: el Dogo, por ejemplo, lo nombró guardia de la torre y puerta de Olivilla con un sueldo de ¡veintiún libras genovesas cada trimestre!, luego este ilustre y excelente señor Giano Campofragoso le otorga un nuevo nombramiento limitado a trece meses como custodio de tal pasaje, después de los cuales es desplazado por otro famélico, Augustinum de Bogliasco. Y el padre debe arrastra la numerosa familia a Savona, una pequeña ciudad sobre la costa, más al oeste, donde Domingo se convierte en tabernero.
Se lo imagina ahora, similar a él: alto, de cara alargada, ojos claros y cabellos prematuramente canos, soportando injusticias, mudándose de aquí para allá como perseguido, sin poder pagar las cuentas de vino. La familia vuelve a Vico Dritto y le subalquila su tienda a Giovanni Battista Vella, un zapatero del sur, petiso y cascarrabias, con la boca y el corazón llenos de tachuelas.
Él va y viene ya en barcos comerciales a cada extremo del Mediterráneo como agente del armador de Génova Paolo Dinegro, y obtiene triunfos resonantes: salva a padres y hermanos de la prisión porque se hace cargo de sus deudas. De todos modos sigue recordando aquellos tiempos humillantes en que ejerció la piratería –disfrazada de comercio- contra infieles, contra cualquier barco enemigo e incluso contra compatriotas genoveses con la excusa de la lucha entre los Anjou y los aragoneses, para demostrar a su familia que no sólo sus torpes primos aprendices o maestros de paños obtenían dinero sino también un ambicioso grumete ávido de gloria y ladrón temporario abundoso de mapas y libros (porque en la marinería nuestro Señor me hizo abundoso, de astrología me dio lo que abastaba, y ansí de geometría y aritmética, e ingenio en el ánima y manos para dibujar esta esfera, y en ella las ciudades, ríos y montañas, islas y puertos todo en su propio sitio. En este tiempo he visto yo y puesto estudio en ver todas escrituras, cosmografía, historias, crónicas y filosofía y de otras artes.)
En una de aquellas repetidas escaramuzas navales motivadas en religión, comercio y saqueo, el barco en que estaba y una galeaza con la que se había enlazado en abrazo tan estrecho como los del amor, ardieron juntos y los más marineros escogieron padecer antes la muerte del agua que la del fuego. Él era muy buen nadador, acostumbrado a adentrarse de pequeño en las aguas del golfo natal, y pudo asirse de un remo que a ratos lo sostenía mientras descansaba, y ansí anduvo hasta llegar a tierra, que estaría a poco más de dos leguas.
Los corsarios, entre los que venía él en pos de dinero para la familia y nociones para sus ideas locas, toparon con cuatro galeras venecianas que venían de Flandes. Entraron en seguida en combate cerca del cabo San Vicente y dos naos quedaron enganchadas y dieron inicio a incendio generalizado, él nadó tres cuartos de legua sin volver la cabeza, desesperado por la renovación del pánico vivido en su casi niñez al descubrir la fuerza del mar igualador; aferróse al madero que arrastraba y descansó mirando ahora sí el fuego contra el doble azul de agua y cielo de verano. El miedo a la muerte se acrecienta en forma incalculable cuando se repiten las circunstancias del primer choque con ella, y ahora estaba lejos del hogar, la familia y en mares extraños. Añoró por primera vez la costa genovesa, la verdura y la piedra, y abominó del mar que lo llevaba a la piratería y la distancia. Mas al llegar a la costa el miedo huyó despavorido de él y el joven recobró su decisión de aguas, único camino de la gloria y el nombre. Sentado frente al Mediterráneo, veía aún los fulgores del incendio: la galeaza de Godofredo Spinola, el ballenero de Nicolo Spinola, la Bettinella mandada por Juan Antonio Dinegro y una máxima trirremis llamada Scuarciafica, la navia flandrensis, las catorze naos muy gruesas en que habíanse metido seis mil hombres los más escogidos. Urcas, carracas, galeazas. Batalla terrible que duró diez días y ocho ampolletas de ese día miércoles. Él, en la cosa, jadea viendo el cielo nocturno en llamas; la poca ropa húmeda y el pelo rojizo y barba rojiza chorreantes establecen contacto con el ardor a dos leguas vía acuática.
El poder de los mayores armadores y corsarios, la vida de miles de hombres quizás llamados a crecer se ha extinguido; la carga valiosa, los cañones de bronce, describen su camino al fondo sin retorno. Seguramente Nuestro Señor me ha puesto aquí como espectador del naufragio y hundimiento para mostrarme que también, en un instante, puede ascenderse de la nada del fondo al brillo de la superficie y el cielo. No todo es hundimiento, también hay emergencia. La noche de verano y sus estrellas me miran mojado y salvo, confirmado en mi bautismo de agua, listo para emprender algún camino magnífico. Que los torpes primos escondan los talentos bajo la tierra de Savona y Génova, que los tapen de polvo y se sienten encima a esperar el regreso del Señor; yo iré en pos de Él apostando a todo o nada cada vez, hundiéndome y saliendo a flote, multiplicando, multiplicando, multiplicando. Hasta que un día confluyan las nubes, las islas, las ampolletas y olas, los nudos y agujeros en las portulanas, se unan coronas y maderas, velas y subsidios, vientos y hombres, y lo encuentren a él en el centro del universo-mundo bajo la confluencia d los astros recibiendo el oro y la mirra y el incienso.

A Portugal llegó a nado, náufrago, solitario y desnudo. Lo esperaban la ciencia moderna, la tierra esférica y la exploración de África. Los marinos portugueses habíanse lanzado ya, los primeros del presente siglo ansioso, al tenebroso mar verde abierto y terrible para el resto de los pueblos acostumbrados a esa gran laguna tranquila que es el mare nostrum. Gil Eannes dobló con una carabela el Cabo Bojador y el espantoso mar del sur no hizo hervir a nadie, no parió monstruos ni tornó negros de ardor a los marinos sino que abrió un canal hacia el oro en polvo de las costas africanas e infinidad de esclavos a buena cotización. Los terrores que vomitaban los tonturracos seudonavegantes de las costas italianas, desaparecieron en Portugal, que se lanzaba desde la época de Enrique el Navegante hacia el sur en pos, primero sin saberlo luego a conciencia, del oriente y la especiería esquivando el continente africano. Cabos e islas, ríos y desiertos, mares tormentosos perdían su máscara de espanto frente a las quillas de las modernas naves lusitanas. Él, náufrago, solitario y desnudo, con marcas de quemaduras provocadas en la cubierta corsaria, desesperadamente sediento de un camino para su ansiedad de gloria, llega a la tierra extrema de una Europa que sale pesadamente del claroscuro. Aquí la ciencia náutica están en su apogeo. Las calles bullen de cuerdas y velas, las damas esperan esposos que han soltado amarras y los ojos disimulados de las jovencitas desean anclarse en muchachones curtidos del sol viajero.
El tiempo va y viene y él, mayor que en su naufragio, con la idea formada de los límites de la tierra, algunos fracasos con algunos reyes a los que expuso su proyecto, él, habiendo llegado a la madurez de su plan glorificador (robó mapas, cambió su nombre, pisó islas extrañas, por amor a su idea fija casóse), él está de nuevo en Portugal, más viajado, de pie entre la multitud, esperándola igual o más ansiosa para sí mismo, inmerso en campanas, danzas, alegrías ajenas frente al puerto de Lisboa en la hora más renombrada de la navegación portuguesa, él, no envidiando sino previendo que esa algarabía de otros, llena de canciones y banderas, sonrisas, gritos, comidas en las calles le será suya en algunos años como ahora lo es para Bartolomé Díaz en su regreso triunfal de la punta terrible del mundo, el Cabo de las Tormentas, de Buena Esperanza, a partir del cual se oteará la pimienta y el rubí, pedrerías, sal, sedas de oro y plata, Cipango, Catia, la India, Trapobana, infinitud de pueblos ansiosos de comprar y vender, y enriquecerse enriqueciendo a quien se lance sobre ellos con barcos cada vez más enormes para traer cada vez más riquezas. Las áureas regiones de Marco Polo contorneando el África, más allá de las Canarias, el río Níger, cabos islas desembocaduras. Y él estará ese día de Europa, viendo llegar al puerto una nave como quizás –seguramente, dice su tozudez- le ocurra en breve tiempo.
El verde mar tenebroso forma parte de un océano abierto que le ha dado la vida. El proyecto se redondea ahora no tanto en su mente como en su vehemencia, y todos estos años que van del naufragio a la multitud expectante han servido para darle los elementos científicos, los conocimientos geográficos, y el contacto enriquecedor con gentes que han visto, marinos que han oído y una larga historia que ha venido preanunciando extrañezas y misterios allende las aguas.
En Europa, cree el hombre de ojos garzos, el sol saldrá por occidente.

Desde la antigüedad, los sabios, los doctos supieron o sospecharon la esfericidad de la tierra. Incluso anunciaron la existencia de islas gigantes más allá de las columnas de Hércules. Una raza roja venida de las estrellas o seres monstruosos con la cabeza entre las piernas, perros mudos, hombres monos, islas de mujeres solas y cualquier necesidad de la imaginación morarían allí. Todos creían, deseaban islas. El ocioso Eratóstenes había calculado, a la griega, la circunsferencia del planeta: en Siena, cerca de la primera catarata del Nilo, un palo no proyecta sombra al mediodía del 21 de junio; en el fondo de un pozo, solsticio de verano, se veía redondo, nítido el sol. Pero en Alejandría, en el exacto mediodía del 21 de junio, un obelisco bien vertical proyecta su sombra. Si la tierra hubiera sido plana (“fuera” para Eratóstenes) el sol habría proyectado sombras iguales, pero al ser curva su superficie varían aquellas, porque el Sol está tan lejos que sus rayos son paralelos cuando llegan a la Tierra. La diferencia observada en las longitudes de las sombras hacía necesario que la distancia entre Alejandría y Siena fuera de unos siete grados a lo largo de la superficie terrestre. La prolongación de los palos hasta el centro formará allí un ángulo de siete grados. Eratóstenes hizo medir la distancia entre las dos ciudades, a pie; unos ochocientos kilómetros. Si la Tierra es una esfera su circunsferencia entera es de 360 grados, siete es aproximadamente la cincuentava parte: dos más dos para los griegos. 800 km. por 50 = 40.000 km.

Con arrebato, con mano temblorosa y dolor de infarto por no poder saltar el tiempo y abarcar de un ojo todos los libros, mapas, cartas y recuerdos, borroneó una torpe esfera con un grano aquí y otro allá, rayas, números, ángulos. De un salto, con sensación de vuelo, de caída libre, comprendió. ¿Quién podría suponer que un experto marino que capitaneara navíos a los veinte años, que devorara latines y portulanas en las cubiertas con avidez de autodidacta haya visto sin ver, oído con sordera? Descendió la luz a despertarme, vaticinó, ha iluminar lecturas desprolijas y anhelos de gloria que me velaron la comprensión. ¿Todos lo sabían menos él? No, el genovés aturullado había pertenecido hasta hoy a la manada de quienes temían al hervor del mar, el mareo de rutas, los endriagos. Releyó: pasando por mar de Iberia a India. Buscó a Estrabón: “quienes han regresado de un intento de circunnavegar la Tierra no dicen que se lo haya impedido la presencia de un continente en su camino, porque el mar se mantenía perfectamente abierto, sino más bien la falta de decisión y la escasez de provisiones. Eratóstenes dice que a no ser por el obstáculo que representa la extensión del mar-océano, podría llegar fácilmente por mar de Iberia a la India…” Lo observó de nuevo, pasándole la lengua a cada borde de cada letra. Desde el siglo primero el alejandrino Estrabón se lo estaba repitiendo mientras él miraba hacia el costado: ser Marco Polo por el directo océano. La gloria, el renombre, la ganancia afloran del agua, se impulsan con las olas, de sal se impregnan. Por mar de Iberia a la India.
Quería asomarse más allá, llegar al balcón del mundo para inclinar el cuerpo casi hasta el desequilibrio. Rumbo al sur, por el verde mar, estuvo en Madeira, en Porto Santo, y quizás más al austro todavía. Oyó historias de cañas gigantes con signos extraños, exóticos humanos de caras anchas. Alguno, semiebrio, contóle experiencias propias y ajenas de viajes rumbo al oeste hasta tierras desconocidas. Alonso Sánchez, andaluz de Huelva, fue arrastrado muy lejos hacia el poniente; se había hecho a la mar con un cargamento de vinos desde la isla de Madera, perdió completamente la noción de dónde se encontraba, su barco fue estropeado por el mal tiempo. A la vista de una costa, una isla, no se animó a desembarcar porque había sido muy maltratados él y los cuatro marineros supervivientes, y puso proa hacia el mundo conocido, llegó a Lisboa donde murió pocos días después de contarle todo al genovés cartógrafo.
También anduvo oteando por el norte, más allá de Gran Bretaña, más allá aún de Islandia. Yo navegué el año de cuatrocientos y setenta y siete, en el mes de febrero, durante un invierno muy benigno –no había hielo en los puertos, ultra Tile, isla, cient leguas, cuya parte austral dista del equinoccial setenta y tres grados, y no sesenta y tres, como algunos dicen, y no está dentro de la línea que incluye el occidente, como dice Ptolomeo, sino mucho más occidental, y a esta isla, que es tan grande como Inglaterra, van los ingleses con mercaderías, especialmente los de Bristol, y al tiempo que yo fui a ella, como queda dicho, no estaba congelado el mar aunque había grandísimas mareas, tanto que en algunas partes dos veces al día subía veinte y seis brazas, y descendía otras tantas en altura. En Islandia o Frislandia, oyó historias tentadoras de viejos marineros nórdicos empujados por la tempestad hacia tierras del poniente. Extraños nombres, Bjarne Herjulfson, Leif el Afortunado hijo de Erik el Rojo, Thornfinn Karlsefne llegaron a Hellulandia, el país de la piedra, Marklandia, país de la selva; Vinlandia, el de las vides.
Cien leguas más allá de Ultima Thule es asomarse hasta el vertiginoso vacío del mundo. Y el mar no cayó hacia la nada, ni surgieron vestiglos y endriagos. El mar-océano seguía ya terso ya encrespado a la espera de un almirante que cumpliera la profecía que en el coro de la tragedia Medea lanzara Lucio Anneo Séneca:
Venient annis
saecula seris quipus oceanus
vincula rerum laxet: et ingens
pateat tellus: Tiphisque novos
etegat orbes: nec sit terries
ultima Thyle.
Y que él copiara y tradujera con emoción en íntimo convencimiento:
Vernán los tardos años del mundo
ciertos tiempos en los quales el mar occeano
afloxará los atamientos de las cosas y descubrirá
una grande tierra y un nuevo marinero
como aquel q. fue guya de Jasón
(q. obe nombre Tiphi)
descubrirá nuevo mundo: y entonces non será la ysla tille
la postrera de las tierras.

Un marino portugués, Marín Vicente, contóle que había encontrado un madero labrado ingeniosamente. Pedro Correa, otro piloto, había hallado hacia el oeste cañas extrañísimas. Antonio Leme en la isla de Madera y el murciano Pedro de Velasco le hablaron de costas borrosas que él aún identificaba con las islas viajeras mencionadas por Plinio. Su mecanismo intelectual desenfrenado por la idea fija y la información última, le hizo olvidar el Catia y Zipango por un breve lapso, hasta que las tierras de Marco Polo, la circunsferencia de Eratóstenes, profecías, Esdras, Ptolomeo, se reunieron en su asendereada sesera e hicieron luz sobre la posibilidad de llegar al oriente lleno de pedrerías y fama, por el mar verde que espantaba a los tontos y lo tentaba como el sitio propicio para demostrar su valer.
A lo toro, terco y pesado, leía a los saltos para ganar tiempos, luego volvía a leer y subrayar, releer las notas, recopiarlas en márgenes y hojas en blanco. Le costaba memorizar, se olvidaba de obviedades, se enojaba consigo. Finalmente retenía, indelebles, las nociones éntrales a las que se habrá de aferrar. Se veía tan desvalido a veces en lo intelectual… era un hombre de alto ingenio, pero las lanas de su niñez le asomaban por los costados junto con la falta de estudios ordenados, prolijos, metódicos. Tenía la impresión, a menudo, de que en cualquier instante un vacío de sus conocimientos lo dejaría desnudo ante los sabios con los cuales se desesperaba por hablar. La voluntad suplía la casta, pero la inseguridad le minaba sus convicciones profundas. Le proporcionaba un gran placer y enorme orgullo de luchador sin ayudas, corroborar en los libros de los filósofos, físicos, de las autoridades, ideas propias alcanzadas con iluminación y sostenidas con tozudez. Un mapa do ver sus islas, un viajero que confirmara sospechas o una vieja leyenda nórdica proporcionábanle enorme y solitario placer. Al encontrarse con aquellos dichosos que pudieron frecuentar gloriosas universidades, departir en conciliábulos, penetrar en las obras de los antiguos, el temor lo paralizaba y el orgullo le endurecía las facciones, y como consecuencia lógica solamente daba a conocer algunos barruntos de sus ideas o las vomitaba intempestivamente ante cualquiera, extemporáneo, sin terminar de organizarlas pero con un convencimiento que dejaba mudos a sus circunstantes.
El concilio pirata de Basilea, enemistado con el Papa, reclutó tropas para invadir las tierras de los Estados Pontificios. Fortebraccio amenazaba la urbe y nadie podía en ella estar tranquilo. El cuatro de junio de 1433 Eugenio IV huye a Florencia por el Tíber disfrazado de fraile. Al pasar por San Pablo la población apedrea la barcaza y el vicario de Cristo se echa sobre el fondo y se cubre con un escudo. En Ostia siguió viaje en una nave del pirata Vitelio y llegó a destino, el 23 de junio. Primero se trasladó el Concilio a Ferrara, luego a Florencia donde se reunieron numerosísimos obispos, doctores, abades de todo el mundo conocido. Había coptos, etíopes, el emperador bizantino Juan VIII Paleólogo, el patriarca José II de Constantinopla, lumbreras teológicas y científicas europeas y orientales. La decimoséptima sesión conciliar fue la primera realizada en la ciudad florentina, el 26 de febrero de 1439. eran tres sesiones públicas por semana, de tres horas de duración cada una, durante las que “filioque” se dijo y leyó veces indefinidas. ¿El Espíritu Santo procede solamente del Padre, también del Hijo, de ambos a la vez? ¿los escritos de los padres orientales lo traían, eran apócrifos? ¿había interpolaciones? ¿el pan eucarístico, fermentado o ázimo? ¿en el Purgatorio existe castigo por medio del fuego o está reservado éste al Infierno? Cuestiones disputadas con acidez, vehemencia, dialéctica por Marcos Eugénicos, el dominico Juan de Montenero, Bessarión de Nicea, Antonio de Heraclea… mientras el emperador quería llegar con rapidez a la unión para conseguir la ayuda militar que su maltratado imperio necesitaba con urgencia. En medio de tales reuniones, negociaciones, latines y griegos, los sabios disfrutaban en la hermosa Florencia de conciliábulos sobre temas seglares, mundanos, divertidos y enriquecedores. Toscanelli, ávido de saber, tuvo allí durante esos pocos meses, la oportunidad de hablar con hombres doctos que provenían del extremo oriente, de África, de la Mongolia. Paolo del Pozzo Toscanelli había frecuentado la lectura de los clásicos, pero no dudaba en olvidarse de ellos cuando un viajero le proporcionaba datos distintos. Durante el concilio hubo más de quinientos sacerdotes y viajeros venidos de todas partes, de los puntos más lejanos; él pudo tratarlos a todos y formarse una idea de la amplitud del mundo como ningún hombe tendría entonces. También conoció a Nicoló de Conti, un viajero italiano; Alberto da Sarteano, delegado del papa Eugenio IV ante el Preste Juan, emperador de Etiopía; Pedro Tafur y cuanto humanista moderno residiera o visitara Florencia como Fra Mauro, quien compuso un mapa basado en fuentes portuguesas, árabes y etiópicas similar al que él hiciera apoyándose en las conversaciones con todos aquellos sabios por él conocidos, rigiéndose por la experiencia que no falla, más que por una geografía y cosmografía teóricas y de fábula.
Con verdadera unción y meticulosidad, Paolo del Pozzo Toscanelli dibujó, con propia mano, una carta semejante a aquellas que se hacen para navegar, en la cual está pintado todo el fin del Poniente, tomando desde Irlanda al Austro hasta el fin de Guinea, con todas las islas que en este camino son, en frente de las cuales, derecho por Poniente, está el comienzo de las Indias, con las islas hy los lugares adonde desviar por la línea equinoccial. Las rayas derechas que están en luengo en la dicha carta amuestran la distancia que es de Poniente a Levante; las otras, que son de través, amuestran la distancia que es de Septentrión al Austro. Pintó muchos lugares en los pares de india adonde se podría ir aconteciendo algún caso de tormenta o de vientos contrarios. En todas aquellas islas no viven ni tractan sino mercaderes, hay allí gran cantidad de naos, como en todo lo otro del mundo, y en especial en un puerto nobilísimo llamado Zaitón, do cargan y descargan cada año cien naos grandes de pimienta, allende las otras muchas naos que cargan las otras especierías. Todas estas provincias e ciubdades se hallan debajo del señorío de un príncipe que se llama Gran Can, el cual nombre quiere decir, en nuestro romance, Rey de los Reyes. El asiento del cual es el más del tiempo en la provincia de Catayo. Esta patria es digna cuanto nunca se haya hallado, e no solamente se puede haber en ella grandísimas ganancias e muchas cosas, más aún se puede haber oro e plata e piedras preciosas e de todas maneras de especería, en gran suma, de la cual nunca se trae a estas nuestras partes… De la isla de Antilla o de Siete Ciudades, de la cual tenemos noticia, fasta la nobilísima isla de Cipango, hay diez espacios, que son dos mil y quinientas millas, es a saber, doscientas y veinte y cinco leguas.
Contempló la carta, una carta de triunfo, y el mapa, con incontenible satisfacción de comprobar que no estaba solo, y profundo miedo de saber que otros tenían su misma idea quizás para robársela o al menos anticipársele arrebatándole la gloria. Leyó nuevamente la carta escrita en latín por Toscanelli, physicus florentinus, y la copió en un papel suprimiendo las indicaciones más importantes, aquellos términos que constituían el centro del proyecto. Cerró el libro que tenía en la mano, Historia Rerum Ubique Gestarum del papa Pío II, en el cual había transcripto su secreto, y contuvo la respiración con miedo hacia una Lisboa que no parecía quererlo. Ciudad llena de marinos e intrigas, y un rey poderoso que no dudará en escuchar su idea, pedirle tiempo para reflexionar y durante ese lapso enviar una nao portuguesa para apropiarse de la ruta y la fama.
Afortunadamente la carabela enviada por Juan II navegó un tiempo más allá de las islas de Cabo Verde pero la magnitud del océano y el furor de las tormentas la hicieron regresar. Mientras abandona Portugal acicateado por la suspicacia y el temor, sonríe con superioridad y se burla del doctor Calzadilla –obispo de Ceuta-, del maestre Joseph y del maestre Rodrigo, quienes lo habían examinado y burlado profusamente del loco de la isla Cipango y el mar tenebroso. Él, que había navegado todo lo navegable, puesto bajo la mirada socarrona de tres tristes astrónomos; él, que abrió su corazón al Rey lusitano, había sido traicionado por el astuto Juan. De ahora en más redoblaría su mutismo, pues sentía que la muerte le roía los talones y las horas caían desenfrenadas acortándole los tiempos y multiplicando el peligro de otras empresas traidoras que se hicieran a la mar rumbo al oeste, la especiería, sus islas y su sola idea de sal y espuma.
Se fue. Casi como un ladrón. De noche y raudamente, en barco desde Lisboa a Palos. Alguna vez, cuando esté zozobrando la aceptación de su proyecto en España, el rey Juan II le responderá tentándolo “Vimos a carta que nos escrebestes e a boa ventace e afeizon que por ella mostraes teerdes a nosso serviso. Vos agradecemos muito, e porque por ventura tenees algún rezeo de onzas justizas por razaon dalgunas cousas a que sejacies obligado, nos por esta nossa carta vos aseguramos pello vinda, estada e tornada que nao sejacies preso, retendo, acusado, citado nem demandado por nenhuna cousa ora seja civil, ora criminal, de cualquier cualidade”. Dudará entonces, entre las dilaciones españolas y las dulzuras de un rey que no se anda con vueltas: tras escucharle su idea envió a otro a la mar; luego concedió la capitanía de huña gramde ilha ou ilhas ou terr firme por costas que se presume ser a ilha das Sete Cidades a Fernam Dulmo, caballero y capitán en la isla Tercera quien se asoció, por falta de medios, con Juan Alfonso do Estreito, y todo hecho muy secretamente por el astuto rey que ahora se le ofrecía con mano amiga y le brindaba perdones, dineros… el mismo Juan II que asesinara, sin más ni más y en plena corte, a su cuñado el duque de Viseu clavándole una daga en el corazón por haber oído que el joven príncipe conspiraba contra él. Irá penando tras los reyes, como un mendigo con su capa de marino toda raída y pobre, hacia Córdoba, Sevilla en invierno, Alcalá de Henares, Córdoba en primavera, en el verano del mismo año estará en Santiago de Compostela esperando que algún sirviente larguirucho grite en voz alta su nombre anunciándole el turno de audiencia para no ser oído, de allí otra vez tras la corte nómade a Córdoba, Málaga, Zaragoza, Valencia, Murcia, Medina del campo, Jaén, Sevilla, Granada… Solamente en el convento franciscano de Palos lo tratarán bien, se sentirá confortado por la conversación con buenos curas, sabios astrólogos y marinos tuertos que le hablarán de tierras vislumbradas al oeste de Irlanda. La Reina brava y el Rey suspicaz están inmersos en el problema religioso, los árabes ocupan buena parte del territorio y los judíos trastornan sus sueños. Lo escucharán, recibirán finalmente a ese hombre magnético de ojos azules, vestido con pobres ropas, sin más crédito que la carta de recomendación de un franciscano: en medio de duras ocupaciones bélicas (rebeldías, intrigas, arcas secas) la Reina intuye, quiere creerle, supone, y por eso, nada más que por eso, le encargará a fray Hernando de Talavera que reúna peritos en cosmografía y analice su proyecto. Allí se quedará él, en medio de expertos que por unanimidad declararán ser imposible lo que propone, y él la llamará para sí mismo “junta de ignorantes” y ellos lo verán como un iluso que poco o nada sabe de distancias y cartas y santos. los sabios decían ser el mundo de tan inmensa grandeza que no era creíble que bastasen tres años de navegación para llegar al fin del oriente a través del océano. Y él, autodidacta atropellado por saber, atribuirá el grado catorce leguas y dos tercios de milla, mientras que tanto los marinos portugueses como los españoles sabían muy bien que tiene diecisiete leguas y media. Este dato, que el delirante rotoso desconocía, se sabía desde la antigüedad. Le atribuiría a la tierra cinco mil cien leguas de circunsferencia por la equinoccial; un desbarro.
Estaba desesperado, en la miseria, ofendido. Sabía que la Santísima Trinidad lo había elegido. Desque nasciste –se repetía- siempre él tuvo de ti muy grande cargo. De los atamientos de la mar océana, camino a las Indias d la especiería, que están cerrados con cadenas tan fuertes, te dará las llaves y cobrarás honrada fama. No temas, confía –oyó él, amortecido- que todas estas tribulaciones están escritas en piedra de mármol, y no sin causa; levántate que a tiempo te mostraré el galardón de estos afanes y peligros que pasas sirviendo a otros.
Se levantó, como siempre, venciéndose a sí mismo. En la pobreza de su soledad volvió a mirar el mapa y la carta de Paolo Toscanelli, el físico florentino, y confirmó su fe con su ciencia. Quizás si hubiérales mostrado a los sabios tales documentos, dudó. Pero ya había cometido el error de mostrarse entero ante otro monarca que luego lo traicionó. Deberán creerme. Deberán aceptar mis pedidos.
Anduvo tras los reyes solicitando nuevas audiencias pero estos parecían huirle. Solamente una moza a quien doblaba en edad le daba consuelo y afecto.
La corte se estableció en Granada, el último baluarte de la morería. Dentro de la Alhambra, la fortaleza roja, hay cuarenta mil guerreros acuartelados. El ejército de Fernando e Isabel acampa ante esta ciudad de las mil y una noches –altas casas con torrecillas de alerce o de mármol y cornisas de brillante metal resplandeciendo como estrellas a través del oscuro follaje de los naranjos como un vaso esmaltado adornado con centellantes jacintos y esmeraldas- y esperan su rendición por hambre. Los cristianos ven una noche calurosa de julio cómo se incendian las tiendas, incluso la de la reina, y levantan el real de ladrillo y argamasa, y en menos de tres meses se yergue con el nombre de Santa Fe, con ese nombre porque su deseo o el de la Reyna su mujer era siempre acrecentamiento e favor de la Santa Fé Cathólica de Jesucristo. Tenía forma cuadrangular, con dos anchas avenidas que se cruzaban en el centro formando una cruz, y en cada extremo de ella había cuatro majestuosas puertas. Desde el real se veían los canales, los viñedos, olivares y las justas entre campeones de ambos bandos, observados con temor y deleite por las Infantas y damas de la corte. Como el famoso duelo entre el gigante moro Tarfe, montado en su negro caballo, blandiendo rica cimitarra de damasco, y el joven castellano llamado Garcilaso de la vega quien tras homérica lucha mató con su pequeña daga al pesado musulmán.
Y todo lo veía él, y no lo veía. Sumido como siempre en su sola idea. La Reina le pedía paciencia cuando lo recibía ya zurciendo los botones de la camisa de Fernando, ya rezando arrodillada a San Francisco.
Finalmente Boabdil, el desventurado rey moro, envió al visir Abul Kazim Abdelmalic para negociar la rendición por cerco y hambre. Los reyes católicos fueron benevolentes y el 2 de enero de 1492 Boabdil, acompañado de su escolta se dirigió hacia la aldea de Armilla, desmontó de su caballo y entregando las llaves de la Alhambra besó la mano de Rey Fernando de Aragón. El cortejo de cristianos entró triunfalmente por la puerta de los Molinos. Se elevó la cruz, se vivó a Castilla, Granada y Santiago. El día de Epifanía los monarcas hicieron su entrada solemne en la Alhambra por la puerta de la Justicia sentándose en los tronos de los emires. Donde antes oían cuernos, campanas oyen sonar, el Te Deum laudamus se oye en lugar del Alha-alha. No se ven por altas torres ya las lunas levantar; mas las armas de Castilla y de Aragón ven campear. La multitud admirábase ya del paso gallardo de los nobles, las modernas bombardas montadas en carros tirados por bueyes, máquinas que disparaban fuegos, escopetas con balas de mármol, y los juegos y canciones, y por encima de todo el paso solemne y con gracia singular de Fernando, home bien complisionado, los cabellos prietos e llanos, los ojos rientes, y la Reina, muy blanca e rubia, los ojos entre verdes y azules, el mirar gracioso, e muy inclinada a facer justicia, ella extirpará e quitará la eregía, y sobremanera firme en sus propósitos. Los Reyes pasan entre las gentes habiendo derrotado a la media luna, el yugo y el haz de flechas son ahora el emblema de toda España; Fernando e Isabel en su hora más gloriosa y él entre la multitud ansioso por ser recibido de nuevo y cumplidas las promesas de esa dama: la guerra ha concluido, es hora de naos y viajes por el mar tenebroso.
A solas en Granada, pleno invierno, cobíjase en uno de sus libros de cabecera, Ymago Mundi, del cardenal d´Ailly y mira páginas anotadas por él pero sólo ve el mar, aquel mar de su ventana y su abuelo, aquella sal del Papa Luna Navegante y ardor en la boca sin aire en el golfo de Génova, aquel mar de la nube con forma de mujer que se hizo isla y lo llama desde occidente “terra est rotunda spherica”. Sus pies sienten la arena de todas las costas de todo lo navegable en la época mientras sus ojos zarcos miran sin ver un libro que le quema las manos “finem ispanie et principium indie non multum distat, estúpidos sabios, expertum est quod hoc mare est navigabile in paucis diebus ventus conveniens”; salvo dos frailes que siempre han sido constantes, el astrólogo Fray Antonio de Marchena y Fran Juan Pérez, otros no hay que todos no dixessen que mi empresa era falsa. “Finis terre habitabiles versus orines et finis terre habitabilis versus occidens sunt satis prope et itner médium est parvum mare”.
Tiene ya cerca de cuarenta años, las continuas fatigas y pobrezas han doblegado un tanto su más que mediana estatura y encanecido notablemente su cabello otrora rojizo. Y sueña que está con su carraca en las aguas viles escribiendo a los cristianísimos y muy altos y muy excelentes y muy poderosos príncipes, Rey y Reina de las Españas y de las islas de la mar, y les dirá que ha llegado a las tierras ricas de India ante un príncipe que es llamado Gran Can, y se sentirá Marco Polo escribiendo El Millón y gozando de honores reales y creerá que habrá abierto camino de Occidente a Oriente por donde nunca hubo pasado nadie y que los Reyes le harán grandes mercedes y lo ennoblecerán que dende adelante él se llamase Don y fuese Almirante Mayor de la mar oceana e Visorrey y Gobernador perpetuo de todas las islas y tierra firme que descubriese y ganase y de aquí en adelante se descubrieren y ganaren en la mar oceana, su rayda capa marinera exigirá el derecho al diez por ciento de todas la transacciones que se hicieren en los confines de su almirantazgo.
Miró, ahora viendo, cada uno de los veintiséis mapas que el Cardenal Filliastre y su colaborador galés Claudio Cymbrico prepararan desde 1427. Más allá de este golfo está Groenlandia, que se halla hacia la isla de Thule situada al este suyo. Este mapa por consiguiente comprende toda la región septentrional hasta una tierra desconocida. Tolomeo no la menciona y se cree que no la conoció. En estas tierras septentrionales viven gentes diversas entre las cuales figuran los Unípedos y los Pigmeos; en cuanto a los Grifones se encuentran más al oriente, según se indica en el mapa. Y recordó lo dicho por los sabios que juzgaron sus promesas y ofertas por imposibles y vanas y de toda repulsa dignas porque no era cosa que a la autoridad de sus personas reales convenía ponerse a favorecer negocio tan flacamente fundado y que tan incierto e imposible a toda persona letrada, por indocta que fuese, podía parecer, porque perderían los dineros que en elloa gastase y derogarían su autoridad real sin algún fruto. Faltan pruebas, dijéronle, autoridades, cartas, cálculos. Y él las había tenido pero temió correr con los reyes españoles la misma suerte aviesa que con el portugués. Ahora le darían otra oportunidad. Recurriría a Esdras, a la profecía de Séneca, a Abraham Zacuro tal vez, pero qué habrá de hacer con la carta del florentino Toscanelli (indicaciones precisas, vientos, distancias, islas). La Reina Isabel, aguerrida y blanca, parece confiable, pero ese Fernando astuto es la imagen aragonesa de Juan II.
Podría leerles pasajes del Libro de las maravillas del inglés Juan de Mandávila quien más de un siglo antes recorriera Tierra Santa, Turquía, Armenia, Libia, Siria, Arabia, Etiopía, Tartaria e India. “Caminando hacia el austro más allá de la India Meridional durante setenta jornadas, pasando por muchas y admirables tierras se llega a la isla Lamory. Hombres y mujeres viven allí desnudos e impera el comunismo y el canibalismo. Si yo hubiera hallado naves y alguna compañía para ir más adelante, yo creo que hubiese visto toda la redondeza del mundo al derredor, porque la meytad del firmamento no tiene sino CLXXX grados e yo he visto LXII de una parte e XXXIII de la otra que son LXXXXV grados”.
Si yo hallara naves y alguna compañía para ir más adelante, yo creo que llegaría por la mar oceana tenebrosa a las Indias de la especiería y el oro, perlas, zafiros, rubíes como huevos y sedas de plata, extendiendo la fe cathólica más allá de Europa y los turcos. Si yo hallara quien creyera en mi misión. En Génova dicen no haber dineros, el lusitano es un engañador que pretende la gloria para sí, y estos reyes qué esperan, ¿no tramarán enviar un navío secreto arrebatándome el designio divino?
En todo caso quedan Inglaterra y Francia. Reinos poco confiables si los hay. Pero por qué temer; estos monarcas triunfadores de los moros han prometido asistencia para luego, y luego es ahora.
Finalmente los reyes te recibirán, y seguirás sin mostrar tus cartas de triunfo, y los sabios dirán que no, y Fernando mirará de soslayo, solamente la Reina titubeará confiando en una empresa que extienda el mundo cristiano hasta las tierras del Gran Khan que ha pedido reiteradas veces a los papas que manden enviados suyos para convertirle. Pero te plantarás en tus siete ante la propuesta de Isabel que acepta pero si rebajas tus condiciones. Qué será esto, piensas, ¿la propuesta de un viaje nunca antes hecho hacia tierras que brindan sponte sua riquezas o el regateo por una pieza de paño en mercados de usura? La reina dudará, mirará hacia un lado y otro buscando una señal, ante las caras ya sorprendidas ya indignadas de quienes no pueden creer que semejante iluso pobretón con esa capa raída y miserable exija ser denominado Don, el Almirante de Todos los Mares, Virrey de cuanta tierra se descubra y conquiste para él y sus descendientes además de un diezmo sobre todo lo que se obtenga. No. Si no rebajáis vuestras pretensiones. Y ya lo tiene todo hecho; hasta un duque hubiera aceptado. Mas no. Envuélvese en su raída y pobre capa, saluda altivo y se retira. Quedarán todos pasmados, ¿quién es este hombre un loco, un enviado, un marino que oculta quizás el secreto de un viaje que ya realizó? La sala de palacio queda casi vacía: solamente la Reina y el poderoso magnate Luis de Santángel, escribano de ración del rey Fernando, ¿y qué podemos perder, señora? si este hombre desvaría nada le daremos pero si dijere verdad qué importa que obtenga demasiado. ¿Y el dinero? Santángel entonces ofreció, en nombre de la Santa Hermandad, un millón de maravedís.
Él estaba ya a más de dos leguas de Granada cuando fue alcanzado por un mensajero de la Reina.
Regresó, reiteró sus peticiones, que fueron aceptadas, y agregó una (ya nada podría sorprender): se descalzó y puso sus pies, conocedores d arenas, cubiertas y caminos, sobre los documentos firmados por los reyes. Recorrió cada rincón, cada nervadura, todas las curvas de todas las letras con su dedo gordo de tortuga y su meñique benjamín tímido junto a hermanos mayores en avanzadilla. Hurgó cada título, cada dignidad conseguida. Los entremezcló a las palabras como quien enlaza los cabellos de la amada, recordando a sus primos aprendices, su padre endeudado, la tristeza de subalquilar su casa a un zapatero gruñón, el desnudo dolor de cometer gruesos errores por no haberse permitido una formación ordenada en un claustro digno en lugar de chupar huesos de datos entre maderas y velas y ataques piratas. Aún, sabía, aún faltaba, pero sus pies sobre las capitulaciones reales daban un pequeño paso preanunciador de un salto enorme.
Con sus mismos pies que ya no quiso calzarse, anduvo camino a la ciudad y puerto de Palos. Era verano pero ni el calor ni las moscas lo hacían parpadear. Llevaba a la villa, además de sus nombramientos y cartas para los monarcas de Oriente (diminuto quedarás a mi vera, Marco), la carta para el alcalde mayor de Palos, Diego Rodríguez Prieto: “Bien sabedes como por algunas cosas fechas e cometidas por vosotros en deservicio nuestro fuisteis condenados a que fuéredes obligados a nos servir doce meses con dos carabelas de armada para ciertas partes de la mar océana sobre algunas cosas que cumplen a nuestro servicio os encomendamos el preparar tales naos y ponerlas a disposición del Almirante que porta estas cartas”.
El Almirante Descalzo vence ya todo escollo. Las carabelas surgen y mejoran bajo sus indicaciones; tripulaciones consigue de donde fuera y el mismo día aciago del éxodo judío, embarca.
Los que fueron a partir por el Puerto de Santa María de Cádiz expulsados por los muy católicos monarcas, ansí como vieron la mar, daban muy grandes gritos e voces, hombres y mujeres, grandes y chicos, en sus oraciones demandando a Dios misericordia y pensaban ver algunas maravillas de Dios y que se les había de abrir camino por la mar y desque estuvieron allí muchos días y no vieron sobre sí sino mucho infortunio, algunos no quisieron ser nacidos.
En el vecino puerto de Palos, el Almirante, descalzo, vela toda esa noche tras la misa en la iglesia de San Jorge, observa la ciudad entorchada hasta que con una aurora gris se despliegan las velas, media hora antes del amanecer. Aún resonaban en el aire los ayes de multitudes itinerantes en pena por culpa de una muerte de niño, el crimen de la Guardia, mas no por pravedad judía como dixera Torquemada sino por un miserable acto de magia negra realizado por Tazarte el Brujo. Para enloquecer a los inquisidores ocho endemoniados arrancaron el corazón de un santo niño y obtuvieron una hostia consagrada. El hechizo no destruyó a ningún inquisidor y los confederados, que ya habían sepultado al niño de cuatro años, envolvieron la hostia en pergamino, la ataron con seda purpúrea y la enviaron a Mosé Abenamias, famoso mago. Camino a Zamora la descubrieron en las alforjas de Benito García y en breve un jurado de Salamanca y luego otro de Ávila sentenciaron a ocho conversos, seis se reconciliaron con la Iglesia y fueron estrangulados, Ca Franco y su hijo Yucé permanecieron fieles a su creencia judaica y fueron quemados a fuego lento.
Torquemada tuvo en este episodio la inmejorable excusa para conseguir que el 31 de marzo de 1492 los Soberanos firmaran el edicto de expulsión de todos aquellos judíos de ambos sexos que en un plazo de tres meses no aceptaran ser bautizados. Se permitió a aquellos que optaran por conservar su fe e irse, vender sus propiedades, y así fue que los cristianos ovieron sus faciendas muy muchas e muy ricas casas y heredamientos por pocos dineros, y andaban rogando con ellas, y no había quien se las comprase, e daban una casa por un asno, y una viña por un poco paño o lienzo, porque no podían sacar oro ni plata.
El jueves dos de agosto venció el plazo. Mientras los judíos partían con pena, el Almirante abordaba con sus marinos las naves para ir por mar de Iberia a India.
La madrugada del Viernes, él creía oír aún los cantos y la música de panderetas que los rabinos podían hacer sonar para animar a rezagados y desalentados. Muchos de los otrora poderosos del reino, se dejaban caer ahora hacia el norte de África, mientras él se veía ya tocando las tierras del Gran Rey de los Reyes tras una vida raída y miserable.
Hubieron desde la partida días y días de problemas, rompiese el timón a una de las naves, por accidente o mala voluntad, no encontrábanse bastimentos ni vientos propicios. Finalmente el día nueve de setiembre, a nueve leguas de la Isla de Hierro comenzó el verdadero viaje por el terrible mar, pues dejó de verse ya la tierra. Muchos marinos lloraban. Marinos duros y avezados más aún porque jamás se habían alejado de la visión de la tierra internándose en semejantes aguas del terror. Todos con el corazón a popa y los ojos a popa ardiendo por el esfuerzo. Él, descalzo en cubierta, quería viajar como había leído y estudiado, es decir a los saltos, de arrebato, de vuelo. Hacer retrepar esas naos por encima de olas y aprovechando vientos.
Los ánimos de la tripulación ya no crecían más. Los días iban llevándose el convencimiento. Él les hablaba, los magnetizaba, les prometía y ellos se dejaban arrear. El temor podía medirse por el volumen cada vez mayor de las voces cuando cantaban la Salve a coro. Vieron pájaros hasta la tortícolis, una ballena, ramas, cañas, signos. Vieron las estrellas de espaldas, yerbas muy verdes que seguramente hacía poco que se despegaron de la tierra. Contábanse los días y las leguas con avaricia. Todos quedaron allá, solo el Almirante miraba hacia Catia y el Cipango y de paso las islas que sus secretas cartas le indicara Toscanelli, la de San Brandán, Antilla, la de los Siete Obispos que huyeron del turco. La vida de acá se le metía en su nao: un cangrejo vivo que él conservará hasta el Purgatorio, un pájaro que los marinos tomaron con la mano, era como un garjao, pájaro de río y no de mar, los pies tenía como gaviota. Vieron al principio de una noche de setiembre caer del cielo un maravilloso ramo de fuego en la mar, lejos de ellos cuatro o cinco leguas que todos tomaron con deleite movidos por la alegría divina del Almirante.
Pero las olas pasaban y los tripulantes, pícaros unos, ex criminales, ex ladrones, marinos de avería otros, temían de su camino y murmuraban de la ciencia del Almirante y de su atrevimiento e amotinábasele la gente e los capitanes, porque cada hora crescia el temor en ellos e menguaba la esperanza de ver la tierra que buscaban. De forma que desvergonzadamente en público le dixeron que los avía engañado e los llevaba perdidos; y el Rey y la Reyna avían hecho mal e usado con ellos de mucha crueldad, en fiar de un hombre semejante, e dar crédito a un extranjero que no sabía lo que decía. E llegó la cosa a tant que le certificaron que si no se tornaba le farían volver a mal de su grado o le echarían en la mar, porque les parescía que él estaba desesperado e decían que ellos no lo querían ser, ni creían que pudiese salir con lo que avía comenzado y por tanto a una voz acordaron de no seguirle. Mas como él era sabio e sintió la murmuración que dél se hacía, como prudente comenzó a los confortar con dulces palabras y mirándole a cada uno los ojos hasta lo hondo hízoles noruestear las voluntades de su polo magnético como ocurría con las agujas de marear y para reforzarles a todos sus hombres el sortilegio contóles que había él unas cartas que indicaban en las proximidades islas a do echar en breve los pies. Díxoles que los hermanos Nicoló e Antonio Zeno iban por el Mar del Norte casi a la vista de las costas de Fiandra y una tormenta los arrojó a Frislanda donde fueron recibidos por el príncipe Zichmni, vasallo del rey de Noruega. Hicieron varias expediciones, entre otras a Engrovelant do encuentran colonia escandinava, un convento y una chiesa. Pero el clima es fatal para Nicoló que vuelve a Frislanda do muere. Antonio entonces escribe carta a su hermano Carlo Zeno, que era almirante, contándole la muerte del fratello y hablándole de islas descubiertas, entre ellas Estotiland y Drogeo, más alla de Grolandia y Engronelant. El encantador Almirante los adormece con su historia. Les muestra finalmente la carta de navegar de los Zeno, heha en mil trescientos ochenta, y todos se quedan boquiabiertos y reverentes ante el mapa colorido y salpicado de islas maravillosas en medio del camino al oro del Khan.
Los días huyen irreparables arrastrando las voluntades, pero él trama historias, inventa mentiras, cuenta verdades pero sólo a medias como para tenerlos en vilo sin descubrir exactitudes que pudieren robarle luego. Ya sabe que hará otros viajes al Cipango, al Catay, a la India. Sabe que enfrentará motines, miedos, hambres, envidias, asperezas. Sabe que si ahora triunfa más fácilmente lo logrará en sus próximas expediciones lleno de gloria y renombre a la ida y oro y especias de regreso.
En su castillo de popa sus ojos garzos ya están viendo calles áureas, mármoles y marfiles. Sus pies tiemblan nerviosos con ansias de pisar suelo de Indias.
Muy en sus rincones le asolaban dudas por la noche, pero se disipaban con el amanecer. Había ordenado que al salir el sol y al ponerse se juntasen los navíos, porque estos dos tiempos son más propios para que los humores den lugar a ver más lejos.
Se aproximaba su cumpleaños. Y la tierra se presentía. Tenían la mar como el río de Sevilla. ¡Gracias a Dios! Los aires muy dulces como en abril en Sevilla, que es placer estar a ellos: tan olorosos son. Pareció la hierba muy fresca; muchas avecillas del campo, y tomaron una que iba huyendo al sudueste. El horizonte ardía por la presión constante de aquellos ojos sin párpados. Los marineros, llegado el atardecer, cantaron la Salve Regina. Él les habló con más dulzura, bondad y encanto que nunca. Ya todos estaban ciertos de haber tierra. Les recordó que Dios, de su mano propia, los había llevado a ese lugar, pidió que velasen esa noche y prometió regalos a quien descubriese tierra.
A las diez de la noche, él mismo divisó algo: una leve luz que bailaba en lejanía. Pensó en sus Evangelios, en sus Escrituras, en el rabo de un ángel indicándole el sitio mas no dijo nada. Toda su vida de agua, el Papa de la Luna en la lluvia junto a su abuelo y él ahogándose luego sobre una nube morena de miel piraterías privaciones caminos polvorientos de toda España tras la corte islas extremas siempre a la espera, todo pasó en una ráfaga de viento como un ave blanca que parecía gaviota, y oyó el grito de “tierra”, sonó un disparo, una bombarda, alzáronse rápidas banderas, los marinos barbudos sucios descreídos quisieron abrazarlo desdentados mirándolo como a Dios, a ese dios estirando hacia él las manos a espera de bendición y él creciendo creciendo duplicándose, y ahora triple más alto que las velas que todas las amañaron y quedaron con el treo, que es la vela grande sin bonetas, y pusiéronse a la corda, como dicen los marineros, que es andar barloventeando y no andar nada. Y cantaron Te Deum laudamus: te Dominum confitemur. Te aeternum Patrem omnis terra veneratur…
Él repite la fórmula. Ya puede caminar con solemnidad. Sus pies descalzos adquieren paso de rey, su cuerpo que cargara ropa raída y miserable lleno está de pedrerías. Se yergue. Los marinos le hacen calle en cubierta. En un batel, en el inmenso silencio del mar, la nao a palo seco, la naturaleza detenida, va acompañado por sus capitanes. A metros de las arenas con sólo un gesto se hace comprender de los suyos. Desciende solo. Descalzo, con el agua salada, el agua suya toda suya desde siempre suya reconociéndolo y él reconociéndola. Apenas da un paso para sentir la frescura entre las uñas. El dedo gordo es una tortuga nueva, de otras costas y sus cuatro hermanos, incluido el benjamín, disfrutan el bautismo del mar pequeño, amigo íntimo, sensual.
A sus espaldas, dos capitanes con sus banderas de la Cruz Verde, que llevaba en todos los navíos el Almirante por seña con una F y con una Y, encima de cada letra su corona, una de un cabo de la cruz y otra del otro. Y él, descalzo y mudo, con la bandera real. Vio árboles muy verdes y aguas muchas y frutas de diversas maneras pero ver vio solo gloria y avanzó sobre las arenas, solo y descalzo y mudo e hincase de rodillas y luego dejó irse la cabeza a origen y destino apoyando los labios en la arena hecha nube morena de miel.
O bajó del batel cayendo. Se arrojó. Se desmoronó sobre las aguas. Descendió con parsimonia. Hizo todo y cada cosa. Pero cada vez y en cada forma el cielo se abrió sobre su cabeza para verlo y apoyarle los pies de arriba desnudos sobre su ojo y su otro ojo, sobre cada cabello y cada oreja y cada lengua. El cielo se agujereó sobre su encanecida cobriza cabeza. Alguien asomó un inmenso ojo por entre las nubes para ver aquello. Para observar a ese pequeñito que descendía solo, descalzo, mudo hurgando con diez dedos el agua, echándose de bruces, besando las arenas de la tierra aquietada en torno.
El cielo se abrió sobre su cabeza.
Las nubes desplazan la velación descubriendo la profundidad del celeste con ceremonia y el amor de un desfloramiento nupcial. Arriba la luz se hace más luz. Es tanta la claridad superior que la tierra se ennegrece como las naves de los griegos. Al elevar la vista al agujero del cielo se queda definitivamente ciego para la negritud del mundo. De una punta a la otra el firmamento se enrolla. Caen risas de oro, suspiros de piedras preciosas intangibles y finalmente voces angélicas que poco a poco, como rompiendo el hervor, se tornan musicales hasta provocar comezón en la sangre y deseos de gritar, llorar, emprender el vuelo.
Sobre su cabeza bullente se derramará la pócima del cielo, la sopa de los ángeles hecha sonido, y lo derrumbará.
Cayó casi de cabeza del batel. Cayó o se arrojó de emocionado delirio. Besó el agua salada, se empapó las ropas, se bautizó de felicidad. Gateando como bebé llegó a las arenas y se crucificó riendo y llorando sobre ellas, las amó, copuló –con música que explota su cerebro incapaz de contener la densidad de arriba- engendrando una huella de hombre que habrá de ser ya danza ya pisotón.
Toda su vida de cardador, viajero, soñador, infortunado, se ha concentrado en un punto. Todo su cuerpo, todas sus emociones, sus recuerdos, su razón atribulada, inundados de canto se han reunido en un solo instante de felicidad completa e inhumana. Tal vez su razón no pudiera soportar peso semejante pero estuvo de pie, un grano de ampolleta, en la intersección de los mundos y observó la curva de la tierra y la curva del cielo rozándose en un lugar menor que una gota seca, que una luz ya ida y la sombra de un ave que no estaba; allí, justamente allí, allí imposiblemente se plantó él sin armas, sin defensas, soportando todo el volumen del cielo y sosteniendo la masa arrolladora de la tierra en la visión completa de su acceso a la gloria.
Aunque realizó otros viajes, comandó carracas ruinosas o flotas gigantes, mendigó dineros en las cortes, aunque vio seres de maravilla, aunque anduvo por las playas del Edén, aunque caminó en medio de todos, él jamás regresó de aquel punto de inflexión de los tiempos y los espacios donde quedó fijado.



lunes, 15 de junio de 2009

Serial Writer/Argentino Serial


La última novela publicada. Editorial De los cuatro vientos, 2008